e-horror: Spanish Horror Movies

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martes, 7 de junio de 2016

¿Quién nos mira mientras dormimos…?

¿Quién nos mira mientras dormimos…? Leo despertó bruscamente. El despertador marcaba las 5,17 de la madrugada. De inmediato pensó que estaba dentro de ese espacio de tiempo entre las 3 y las 6 en el que –según cuentan tantos testimonios- suceden “cosas”. Siempre que se despertaba en medio de la noche, lo primero que hacía era comprobar la hora para ver si había algo de lo que temer o no. Las 5, 17. Su cuerpo dormido se había sentido observado. El sexto sentido que todos desarrollamos por la noche le decía que alguien estaba en la casa. Miró a su derecha y Cristina permanecía dormida. Parecía que solo él había sentido esa extraña sensación de compañía. Se incorporó y se calzó las zapatillas. Nunca había tenido miedo de la oscuridad, así que no encendió las luces. Salió del dormitorio y se dirigió hacia el salón. Caminaba lentamente, para que el sonido de sus pasos no le impidiera escuchar el más mínimo ruido a su alrededor. El salón estaba iluminado por la luz fría y tamizada de las farolas de la calle. Se asomó por la ventana y no vio nada sospechoso. Tal y como sucedía cada vez que miraba a través de ella, sus ojos acababan recalando en el cementerio del pueblo que se encontraba al cruzar la calle. Más allá del hecho curioso que supone vivir frente a un camposanto, nunca le había resultado amenazadora tal proximidad. Leo se apartó de la ventana. Lo que le ocasionaba inquietud no se hallaba fuera, sino dentro. Inconscientemente, uno se va cada noche a la cama con una radiografía precisa de su entorno doméstico: la intensidad de la luz, el peso de la atmósfera, la cantidad de espacio vacío… En el momento en que cualquiera de estos parámetros se ve alterado en lo más mínimo, todo se enrarece. Y era eso precisamente lo que le sucedía a Leo. No era capaz de explicarlo para sí mismo, de tener una idea clara de lo que estaba buscando. Tan solo sabía que la luz se había vuelto más fría de lo habitual, que el aire se encontraba especialmente cargado y que –sorprendentemente la cantidad de espacio vacío que sentía a su alrededor se había reducido. Abandonó el salón con la impresión creciente de que el espacio ocupado diariamente por dos personas lo era ahora por más. No hacía falta ver nada en concreto para sentir como real aquella presencia de más que variaba toda la percepción de la casa. Llegó a su estudio, el lugar en el que diariamente trabajaba, su mayor refugio. Sintió necesidad de sentarse en la silla de ruedas frente al ordenador. Antes de que su mirada se acostumbrara a la visión a oscuras de ese espacio tan familiar, un fuerte temblor le sacudió todo el cuerpo cuando se percató de que alguien acababa de pegar su mano a la pantalla del ordenador. La huella –de pequeño tamaño- se iba consumiendo poco a poco ante la estupefacción de Leo, que instintivamente acercó los dedos de su mano derecha a ella sin llegar a tocarla. De alguna manera, quería corroborar con la cercanía de su piel lo que la vista le revelaba. La única prueba física que podía confirmar la existencia de una causa real para su turbación desaparecía ante sus ojos y necesitaba sentir su leve rumor, lo de que rastro de un cuerpo pudiera haber en ella. Justo cuando el último detalle de la silueta se terminó de borrar, Cristina comenzó a chillar enloquecida desde el dormitorio. Leo saltó de la silla y corrió hacia allí. Encendió la luz, y la encontró incorporada en la cama, con las cuencas de los ojos desorbitadas, mientras bramaba: “fuera de aquí, fuera de aquí”. Leo la zarandeó hasta que ella pareció responder a su presencia. Respiraba aceleradamente, de forma entrecortada, sin ser capaz todavía de expresarse con sensatez. No paraba de repetir: “eran ellas, eran ellas”. Leo le pidió que se tranquilizase. Logró levantarla de la cama y que la acompañara al salón. Cristina se sentó en el sofá y estuvo unos minutos callada, intentando normalizar su respiración y poner en orden sus ideas. Leo eludía por ahora hacerle pregunta alguna. No quería presionarla, aumentar con su interrogatorio el posible trauma. Al cabo de diez minutos, Cristina comenzó a balbucear que, súbitamente, había abierto los ojos y que, a los pies de la cama, dos niñas vestidas de blanco, demacradas, con los ojos oscuros, comidos, la observaban fijamente. Leo le preguntó si se habían dirigido a ella, si en algún momento intuyó que quisieran violentarla. Cristina respondió negativamente. Su pánico estaba motivado por esa horrible sensación de que ambas niñas formaban parte de la estructura de la casa, de que se quedarían siempre ahí, frente a ella, y que toda su voluntad resultaba inútil a la hora de moverlas, de expulsarlas de su vista. Leo esperó unos segundos antes de hacerle una segunda pregunta que consideraba crucial pero que no sabía cómo plantearla para que Cristina no se sintiera ofendida: “¿estás segura de que no estabas durmiendo cuando las viste? Ella dudó, esperó algo antes de contestar: “no recuerdo el momento justo en que desperté, ni siquiera si abrí los ojos o no. Lo único que sé es que nunca he presenciado nada tan real. Sinceramente, poco me importa el estado en el que me encontraba. Eran demasiado reales. Son el auténtico terror. Tanta realidad es inhumana”. Mientras Cristina hablaba, Leo recordaba que, nada más entrar en el dormitorio, lo primero en lo que se fijó fue en sus ojos inusualmente abiertos, como si quisieran abarcar algo que les sobrepasaba, que exigía de ellos el máximo esfuerzo. El que Cristina no fuera consciente de si continuaba dormida o ya había despertado, de si su visión se produjo con los ojos cerrados o abiertos, le perturbó. Quizás, la realidad es algo más compleja y la vieja división entre el sueño o la vigilia no valía para explicar la experiencia de Cristina. Pero ¿y él? ¿Qué pasaba con sus sensaciones, con el peso del aire y el menor espacio vacío? ¿Y qué decir de la huella sobre la pantalla de ordenador? ¿No había visto eso con los ojos de siempre, con los de la vigilia? En silencio, abrazó a Cristina para recuperar algo de objetividad de lo física. Al menos, ambos estaban ahí. Sentados sobre el sofá del salón. A las 6,05 de la mañana.

Pedro Alberto Cruz Sánchez